La pedrada sobre el muro cubierto de espesa hiedra sonó a cristales rotos: algo había detrás. Estancias olvidadas, ignoradas, devolvían el eco de un pasado sepultado bajo los escombros de la Guerra Civil, que había sido especialmente cruenta en los aledaños de la Ciudad Universitaria. Fue el hallazgo del refugio secreto soñado por cualquier chaval de quince años. Adolfo Suárez Illana había redescubierto las antiguas mantequerías del palacete de La Moncloa, que unos años después Felipe González terminaría convirtiendo en la «Bodeguiya». José María Aznar la usó más adelante como cava de vinos y José Luis Rodríguez Zapatero no la pisa: ha quedado reducida a almacén. Cuando el joven Adolfo halló esa «guarida» no hacía mucho que su padre, el primer presidente del Gobierno de la democracia, había decidido convertir en su residencia oficial el palacio que durante el franquismo había servido de alojamiento para altas personalidades extranjeras. Aquel cambio de uso quedó institucionalizado, hasta hoy, con la consiguiente carga añadida de refuerzo de un recinto estratégico en el andamiaje del Estado.
Mítica Moncloa, con su escenografía de sobria escalinata, su cambiante flora y fauna y su gigantesco búnker subterráneo para estados de emergencia. Los sucesivos inquilinos han tratado de amoldarse a la anómala vida en palacio, con servidumbres públicas y privilegios privados como el disfrute de la idílica piscina, habilitada sobre el Estanque Grande de lo que a principios del siglo XX habían sido unos jardines abiertos al público.
La fuente de Machado
Hay cosas que no cambian, por mucho que Sonsoles Espinosa haya dado un aire contemporáneo a la decoración, o que Ana Botella insuflara en su momento calidez de hogar a la vivienda con los bártulos de su casa de La Moraleja: cuando el nuevo presidente del Gobierno y su familia se asomen al exquisito Jardín del Barranco diseñado por Javier de Winthuysen desde la balconada del Salón de Columnas, verán los bojs y los granados, centinelas de la Fuente del Amor. Allí, según han revelado recientemente algunos historiadores, tuvieron lugar las citas clandestinas de Antonio Machado y Guiomar, cuando ese enclave aún no estaba cerrado. Las espaldas de La Moncloa, poco conocidas por los ciudadanos, acostumbrados a la visión frontal del palacio, regalan a sus habitantes un hermoso paisaje escalonado, guarecido por cedros, cipreses chopos y acacias.
El de La Moncloa es un palacio de reciente construcción, obra del arquitecto Diego Méndez, autor del Valle de los Caídos y de otros muchos monumentos señeros del franquismo. Aunque de nueva planta e inspirado en la Casita del Labrador de Aranjuez, el edificio, terminado en 1953, recogía la tradición de un riquísimo legado histórico: antes, sobre ese mismo solar, se había levantado un palacete que había pertenecido a la duquesa de Alba (la retratada por Goya) y que había sido rehabilitado por el arquitecto Carlos Isidro González Velázquez en 1816. El edificio, tras una nueva remodelación culminada en 1929, quedó reducido a escombros en la Guerra Civil. Por eso en el recinto se conservan abundantes vestigios de otro tiempo, como la mencionada «bodeguiya», recordatorio de que en un pasado no tan lejano los Reales Sitios de La Florida y La Moncloa formaban un «continuum» con el monte del Pardo y convertían el noroeste de Madrid en un privilegiado enclave sobre el cual ha realizado una exhaustiva investigación María Teresa Fernández Talaya.
La planta baja del Palacio de la Moncloa es la, por así decirlo, «pública», pues se reserva a usos oficiales. A la derecha, según se entra, está el despacho en el que el presidente del Gobierno recibe a sus visitantes, un espacio remozado en la «era Zapatero», presidido por dos cuadros de Joan Miró y un Barceló. Al fondo a la izquierda se halla el despacho de trabajo del jefe del Ejecutivo, precedido de una biblioteca y con ventanal sobre el jardín trasero. Está en una de las alas que bordean el famoso Salón de Columnas (antes patio), cubierto en 1970 con motivo de la visita de Richard Nixon. La de la derecha la ocupa el comedor, mientras que la intendencia se desarrolla en la planta sótano, donde se encuentran la lavandería y la cocina, instalada allí a instancias de Pilar Ibáñez, esposa de Leopoldo Calvo Sotelo.
Pero es la parte reservada de la vida monclovita, la familiar, la que despierta más interés entre los ciudadanos, ávidos por conocer los entresijos de un día a día sostenido por los Presupuestos. Fue la esposa de José María Aznar, Ana Botella, la primera en colgar una negra etiqueta a aquel lugar frío y sometido a los engranajes oficiales: «Inhabitable». Lo dijo años antes de que Sonsoles Espinosa confesara a sus allegados, según la revista Vanity Fair, que a lo largo de este tiempo se ha sentido «enjaulada». Tampoco se adivinaba cómoda entre aquellas paredes a Carmen Romero, la mujer de Felipe González, si bien fue la consorte más convencida de que estaba allí de prestado: a diferencia de Espinosa y Botella, que reformaron la vivienda del palacete, ella apenas tocó nada.
Las dependencias privadas se sitúan en la primera planta, y se componen de dormitorios, un office, varios salones y dos comedores. Ana Botella renovó la pintura y trasladó allí los muebles de su casa de La Moraleja. Incluso los colocó del mismo modo, para sentir aquel lugar como algo propio. También habilitó una parte de la planta ático e instaló allí su despacho, heredado después por Sonsoles Espinosa. La esposa de Zapatero, tambien adaptó la vivienda a su gusto y acometió el último lavado de cara, consistente en tonos neutros para las paredes y mobiliario minimalista. También supervisó cambios en la zona «pública» de la planta baja, orientados a lograr la simbiosis entre una decoración «bauhaus» y piezas históricas de Patrimonio.
Bonsáis, pádel y baloncesto
En el recinto se han ido produciendo transformaciones determinadas por las aficiones de sus moradores: algunas han dejado marchamo, como el hábito de llamar «avenida de los bonsáis» al camino monclovita en el que Felipe González exhibía sus arbolitos. A su marcha, legó la mayor parte al Jardín Botánico de Madrid y otra porción a Luis Vallejo, su maestro en el arte de cultivarlos. Vallejo también aficionó a González a las piedras, y decoró una pérgola con cuarcita de Segovia. Aznar, por su parte, se erigió en denodado protector de la fauna silvestre de los jardines, y, en particular, del gato Manolo, fornido macho responsable de una importante repoblación felina en La Moncloa. Cuando se instaló en palacio, también se encontró Aznar con unas llamas, recluidas en un cercado junto al pabellón del Consejo de Ministros. Fueron un obsequio de Bolivia a Felipe González y nadie sabía qué hacer con ellas, hasta que se negoció su envío al zoo de Madrid.
Pero lo que ha obligado a modificaciones «a la carta» han sido las aficiones deportivas de los presidentes. Adolfo Suárez hizo habilitar en los jardines un campo de tenis sobre el cual se levantó después la pista de pádel desmontable que Plácido Domingo regaló a José María Aznar. En cuanto dejó La Moncloa, el ex presidente la cedió a la urbanización Montealina de Boadilla del Monte, donde ahora vive. El espacio lo ha ocupado después una cancha de baloncesto, deporte favorito de José Luis Rodríguez Zapatero.
Recinto de veinte hectáreas
El palacio, como epicentro del poder, ha ido alumbrando edificaciones subsidiarias a su alrededor y dispone de helipuerto y parque móvil propio para desplazamientos internos. La Moncloa es un mundo dentro del mundo, un complejo autosuficiente y en cierta medida endogámico de veinte hectáreas que ha fagocitado el entorno. Así han visto la luz el inmueble del Ministerio de la Presidencia, el edificio Semillas o el del Portavoz, entre otros. A finales de los ochenta se levantó junto al propio palacio el pabellón del Consejo de Ministros, donde desde entonces se celebran las reuniones del Gobierno cada viernes. Antes tenían lugar en el comedor del palacete, donde también se firmaron en su momento los Pactos de la Moncloa.
Ahora una de las cuestiones (o marrones) que lega Zapatero a su sucesor es la de la absorción de las instalaciones de la Facultad de Estadística de la Universidad Complutense, anejas al edificio del Portavoz del Gobierno. La operación, que también supondría el cierre de un acceso desde la M-30 a la Carretera de la Coruña, se ha venido considerando necesaria por razones de seguridad, pero la penuria presupuestaria puede frenarla en seco.
Actualmente trabajan en el recinto, además de los miembros de Seguridad, el personal adscrito al Ministerio de Presidencia y el de Presidencia del Gobierno. Ese apartado de los colaboradores del jefe del Ejecutivo (algo más de quinientos), tendrá un coste de 43,4 millones de euros en 2011, menos de la mitad de los casi cien presupuestados en 2010. Una de las razones del «desmadre» del pasado ejercicio fue la presidencia de turno de la UE, que generó gastos añadidos.
Secretos del búnker
Una pequeña porción del entramado funcionarial general corresponde a los encargados del búnker, adscritos al Departamento de Infraestructura y Seguimiento de Situaciones de Crisis (DISSC). Envuelto en brumas y pasto de comentarios a medio camino entre la leyenda urbana y el secreto de Estado, el búnker se construyó bajo mandato de Felipe González y se terminó en 1991. El refugio es inmenso, muy profundo, y sólo se ha utilizado en situaciones excepcionales. En la Nochevieja de 1999 se enclaustró allí el entonces vicepresidente del Gobierno Francisco Álvarez-Cascos en espera de las «devastadoras» secuelas del «efecto 2000» en los sistemas informáticos. También Zapatero lo ha visitado en varias ocasiones, pero no para trabajar. Según ha trascendido, pese a que quienes lo pisan han de firmar una cláusula de confidencialidad, se trata de un refugio atómico con muros de más de tres metros de grosor que cuenta con sofisticados sistemas de comunicación, quirófano y vacunas para hacer frente a una eventual guerra bacteriológica. Por si acaso, se mantiene siempre a punto, con la necesaria intendencia y provisiones. Lo que no tiene el búnker es blindaje «antimercados».